Reflexiones de un viudo prematuro
Por qué un título con asterisco
Porque Vivir, con mayúscula, se refiere a vivir plenamente, con buenas y malas, pero siempre intensamente junto con quien uno eligió para recorrer “toda la vida”. En cambio, sin esa irremplazable compañera, ahora resta vivir, con minúscula, algo parecido a sobrevivir.
Porque Amor, con mayúscula, alude a ese amor único, incomparable e irrepetible, que es el amor de la esposa/pareja, compañera, amante, aliada incondicional, crítica espontánea, aduladora exagerada. Es cierto que existen otros amores, los de los hijos, padres, hermanos y hasta el de algunos amigos. Pero es notorio, sin desmerecimiento ni ofensa, que no admiten comparación alguna porque nunca reemplazarán ni compensarán la ausencia de aquel Amor.
El comienzo del fin
Todo comenzó el 23 de enero de 2015. Mejor dicho, ese día marcó el comienzo del final. Desde fines de octubre de 2014 la incertidumbre por una mancha en el hígado detectada en un chequeo de rutina no tenía solución de continuidad. Sucesivos y complejos estudios posteriores no pudieron arrojar con claridad el camino a un diagnóstico certero y definitivo. Mientras, los análisis básicos de rutina daban valores dentro de la normalidad, lo que aumentaba aún más el enigma.
La ineludible biopsia del órgano afectado terminó, lamentablemente, con la dilatada incertidumbre. No quisimos abrir el sobre con el resultado. Preferimos que fuera el hepatólogo quien asumiera la responsabilidad de leer y explicar el ansiado informe. El gesto del profesional mientras revisaba el texto casi lo decía todo. Apenas a media voz dijo, “sí, es una imagen metastásica”.
La mano de Ana María, que desde hacía unos segundos estaba entrelazada con la mía, de pronto ejerció una presión inimaginable, mientras a los dos se nos empezó a nublar la vista, al tiempo que el profesional emitía palabras de aliento y esperanza en los adelantos de la ciencia en la materia.
Luego de huir de la clínica en silencio y refugiarnos en la mesa de un bar, comenzó entre los dos una terapia comunicacional amateur. Ella repensando su vida, yo intentando caer en la situación y ofreciendo una mirada positiva sobre la etapa de lucha que debía enfrentar. Su principal definición fue: “Estoy sentenciada. No pido mucho. Sólo vivir diez años más”. Vaya uno a saber por qué una mujer afirma eso a los 58 años. Qué proyectos o hechos habrá deseado vivir en un plazo tan largo…y tan corto a la vez. Ella siempre decía: “Lo malo es que tenemos fecha de vencimiento. Lo bueno es que no la conocemos”. Desde ese momento nunca más volví a escuchar esa frase de sus labios.
Estudios más profundos posteriores determinaron que también había pequeñas metástasis en diversos huesos del cuerpo. Pero ningún examen dilucidaba lo más importante: dónde estaba el tumor original, “el primario” como lo llaman en la jerga médica. Con el tiempo nos enteraríamos que “el más profundo, exhaustivo e infalible estudio por imágenes” (llamado PET- Tomografía por Emisión de Positrones, dentro de la medicina nuclear), que barre y detecta qué hay en cada rincón del cuerpo humano, nos daría la respuesta buscada. Claro que los profesionales que aportaron tanta certeza no aclararon, “siempre y cuando el tumor original tenga más de 1 centímetro de tamaño”, de lo cual nos enteraríamos tiempo después. No era este el caso, por lo cual nos quedamos en ascuas sobre el origen, aunque diversas consultas que realicé durante la enfermedad coincidieron en que “seguramente estaba en vías biliares, es uno de los más agresivos”. Un colangiocarcinoma, también conocido como tumor de Klatskin, un cáncer en las vías biliares, inoperable por su ubicación.
De ahí en más Ana le puso el cuerpo, literalmente, a una lucha encarnizada, despiadada y, sobre todo, absolutamente desigual, durante casi siete meses. Como es sabido, la quimioterapia tiene una gran virulencia que busca destruir las células enfermas, pero que al mismo tiempo daña lo que aún está sano, con lo cual es imposible hacerle frente a la enfermedad sin sufrir un serio deterioro en gran parte del organismo (alguna vez suplicó “sólo pido tener un día bueno completo”).
Claro que hay casos en que el sacrificio vale la pena, porque a veces, sólo a veces, la batalla la ganan “los buenos” y luego hay tiempo para recomponer lo dañado. Otra vez, lamentablemente, este no fue el caso. Además, la devastadora quimio era “auxiliada” por sesiones de radioterapia, algo más soportable y direccionado en su accionar. En pocas palabras, al no conocer dónde estaba o estuvo el origen, era como luchar contra las llamas visibles, pero nunca contra la base del fuego.
La valentía y madurez de Ana ya se puso de manifiesto días antes del inicio del tratamiento, cuando decidió no esperar a percibir la caída del cabello, sino hacerse rapar su cabeza y con su propio cabello encargar la confección de una peluca, que supo lucir en las pocas reuniones sociales que pudimos disfrutar. Nunca acusó el impacto de ese cercenamiento, a tal punto que la mayor parte del tiempo vivió sin el postizo. “Si quieren me lo pongo por ustedes, porque a mí no me importa”, ofrecía ante los más cercanos. Todavía se seguía preocupando por los demás. Como fue toda su vida.
A principios de agosto, y en la única consulta que tuve a solas con el oncólogo, luego de ver la última tomografía computada, me dijo: “Lamentablemente tengo que decirte que estamos entrando en la última etapa de la enfermedad”. Le respondí con la vista nublada que no le iba a preguntar por plazos y que no los quería conocer, y él me afirmó que tampoco los sabía.
Pese a recibir terrible afirmación, que no compartí con absolutamente nadie, en los días subsiguientes continué con mi rutina, colaborando con mis hijos en las cuestiones de la casa y, sobre todas las cosas y como era nuestra prioridad desde hacía tiempo, focalizando la mayor parte de las horas en la atención y el cuidado de Ana. Era como si lo escuchado de boca del oncólogo hubiera salido de mi cabeza rápidamente. Un instinto de negación. Un instinto de supervivencia. “No, hay que seguir con el menú alimenticio para que pueda recuperar las defensas”, que a esa altura eran tan bajas que habían impedido continuar con las sesiones de radioterapia.
La imagen de un desenlace cercano nunca se presentó ante mí, al menos conscientemente. Era como si viviera un trance hacia algo mejor, que todo servía y era necesario para que ella superara el difícil momento. ¿Ingenuidad, autoengaño, cobardía, negación? Seguramente todo ello junto y en las dosis necesarias para seguir adelante. Creo que muchos en una situación similar deben reaccionar de una manera parecida, porque el instinto a rechazar la muerte de un ser querido es imposible de frenar. Inconscientemente negamos lo que está por venir. La realidad nos muestra lo contrario, pero naturalmente miramos hacia delante, queremos creer que todavía hay algo positivo por vivir, sin ausencias que bloqueen el futuro. Si bien la vida es finita, nunca a los cincuenta y tantos pensamos en ello.
Después del desenlace, ocurrido el 19 de septiembre de 2015, muchos en su afán de ayudar y animar afirmaron: “Sos joven, tenés mucho por delante. El tiempo ayuda, vas a ver”. Luego de agradecer el acompañamiento, pensaba, “¿joven para qué?”, “¿tiempo para qué?”.
“Nada de lo que te digan hará desaparecer tu dolor. Te dicen que el tiempo curará las heridas, pero no parece ser una receta efectiva. Pasan los años y el dolor no pasa con el tiempo” (Joyce Carol Oates, escritora estadounidense, viuda después de 47 años de matrimonio).
Cómo había cambiado la perspectiva. Lo que un par de años antes era mirar la vida desde la adultez, pero sin vislumbrar el fin del camino, ahora era plantearse seriamente la utilidad de los años por venir sin la compañera de 35 años de “nuestras vidas”.
Los tiempos siguientes al final
Los primeros días posteriores al peor y menos deseado desenlace son una mezcla de aturdimiento, incredulidad y agotamiento físico y anímico. Es una sensación como si interiormente me dijera: ¿esto realmente está pasando?, ¿Cuándo terminará la pesadilla y me despertaré para volver a la vida de siempre?
Pesadilla que también incluyó escuchar de boca de extraños frases como “no olvide las pertenencias”, “reconocer el cuerpo”, “retirar los restos” o “el certificado de defunción lo puede retirar…”. Cuánto neutro, qué impersonal suena todo eso.
“El cerebro no puede comprender que hayas desaparecido para siempre. ¿Y qué demonios es siempre? Está fuera de nuestro entendimiento. ¿No voy a verlo más? ¿Ni hoy, ni mañana, ni pasado, ni en un año? Es una realidad inconcebible que la mente rechaza: no verlo nunca más es un mal chiste, una idea ridícula” (Rosa Montero, escritora española, enviudó en 2009).
Al recorrer con la mirada nuestra casa es imposible no verla sin vida, sin alma, sin su potente voz siquiera. En cada rincón está la impronta, el sello de Ana. Cada adorno, cada cuadro, cada mueble no está ubicado al azar, sino con la mirada estética y dedicada de ella. Una casa, como las anteriores, armada por los dos, sí, pero con los detalles cuidados armoniosamente que sólo la sensibilidad y armonía que ella poseía podía aportar. Ahora, una casa sin sentido.
Es increíble, pero todo lo que era suyo en la casa dejó de serlo. Y es tanto que será difícil, lento e indeseable el proceso que inevitablemente sucede a una pérdida. Un entrañable amigo me dijo, “tenés que dejarla ir”. ¿Y cómo se hace? ¿Quién suministra la fuerza necesaria para emprender tamaña tarea?
Casa, familia, hogar. Palabras con mucho significado y que damos por lógicas, normales, como un derecho adquirido, y que de golpe ya no podemos darlas por descontadas. Porque la familia está mutilada.Y en este caso no hay prótesis que valga. El alma de la casa se ha ido, todo está triste, desolado y casi sin sentido.
“Detengan los relojes// Creía que el amor perduraría para siempre: me equivoqué. No precisamos las estrellas ahora, apáguenlas todas/ empaquen la luna y desmantelen el sol/ drenen el océano y barran los bosques/ porque ahora nada será como antes” (Wystan Hugh Auden, poeta y ensayista británico).
Otras estaciones del dolor
Pocas semanas después cumplimos con su voluntad de esparcir las cenizas. “En cualquier lugar, las tiran por ahí”, había dicho alguna vez hasta socarronamente, como hubiera hecho cualquiera, sin pensar que el camino por desandar hasta ese momento se iba a interrumpir a los 59 años de edad. Con nuestros hijos coincidimos en que “en cualquier lugar NO”, y encontramos en la ciudad bonaerense de Miramar el sitio indicado.
Esa ciudad balnearia tuvo una incidencia especial en nosotros. Porque indudablemente Miramar fue una extensión de nuestras vidas durante 35 años. Desde las vacaciones compartidas durante el noviazgo hasta los habituales veraneos con nuestros cuatro hijos, de cuyas infancias y crecimientos Miramar fue testigo privilegiado, como también lo había sido de la infancia y adolescencia de Ana María. Entonces qué mejor lugar para que allí quedasen sus cenizas.
Hacia allí fuimos los cinco y nuestra querida labradora Olivia, en noviembre de 2015. El único viaje que nunca soñamos hacer en nuestras vidas. Un viaje plagado de tristeza, dolor, congoja y silencios. (Un año después volví en soledad al lugar respondiendo vaya a saber a qué impulso, como para despedirme. ¿De qué? ¿De quién? Seguramente me despedí para siempre de Miramar. Quedan las fotos y videos como fiel testimonio de un hermoso pasado). Cumplimos la peor misión de nuestra historia en el conocido vivero de la localidad, donde supimos vivir tantas jornadas llenas de juegos y alegrías.
A las pocas semanas el horizonte mostraba la llegada de “las fiestas”. Por primera vez comprobé aquello de que “las fiestas ya no son fiestas”. El dolor no deja festejar, porque perder a la compañera de 35 años de vida es perder la parte más importante de uno. Además, ¿qué hay que festejar? El no esperado momento del brindis llegó y simultáneamente el dolor se hizo desgarro una vez más. En ésa y en encuentros posteriores siempre la nombro por algún motivo, como si tuviese terror a que la olviden. Lo mismo ocurre en encuentros con amigos y cumpleaños familiares, simplemente “recreos” o “evasión temporaria”, porque al rato, de regreso en casa golpea la realidad impiadosa. Nunca creí que se podía llorar tanto durante tanto tiempo.
Cada noche y cada mañana en nuestro dormitorio se repite el calvario del espacio vacío, solamente paliado en parte por su retrato en mi mesa de luz, al que nunca le faltan un par de rosas, una de sus flores preferidas. Por momentos aparece una especie de cansancio por vivir, algo que se manifiesta mayormente a la mañana. Levantarse para una nueva jornada, que como todas estarán casi vacías.
“Uno nunca se recupera de una pérdida así, uno se reinventa” (Rosa Montero).
Como no hace mucho dijo el filósofo y escritor español Fernando Savater, quien pasó por una situación similar con la muerte por cáncer de su mujer Sara Torres, “aprendí que perder las ganas de vivir no quiere decir que uno tenga ganas de morir. He descubierto que no son vasos comunicantes, como yo creía. No puedes tener ganas de vivir y de morir al mismo tiempo, pero en cambio puedes, a la vez, no tener ganas de vivir ni tener ganas de morir”.
La actitud de “los otros”
En estos trances se repiten las palabras que tratan de confortarnos/consolarnos. Pero es inútil. Yo comprendo que no entiendan, porque es algo intransferible. Sólo alguien que haya pasado por una situación similar puede percibir cabalmente lo que uno está experimentando. Vuelven las frases “sos joven”, “el tiempo ayudará, vas a ver”, o la más imperativa, “tenés a tus hijos, te necesitan”, lo cual es una gran verdad, pero lamentablemente no alcanza. Y no porque uno no ame y quiera con todo su corazón a sus hijos, sino porque son cosas distintas, planos y amores diferentes. Además, los hijos, también con un profundo dolor a cuestas, tienen un futuro inmenso por delante con diversos proyectos por concertar.
Hace un tiempo leí un interesante artículo sobre el tema del escritor estadounidense David Pogue. Y con respecto a la reacción de los demás ante una pérdida trascendente afirma: “Seamos justos, hay que reconocer que no es fácil saber qué decir. No es una habilidad con la que nacemos ni una que nos enseñan. En general nuestra sociedad evita hablar sobre la muerte y el luto. Muchos de nosotros hemos tenido poca experiencia lidiando con personas que sufren un dolor emocional apabullante, así que no siempre es evidente cuándo causamos más daño que beneficio”.
Más adelante enumera una serie de reglas que podría reflejar este fenómeno. La N° 1 se llama “No se trata de ti”, y explica: “Hay muchos amigos y conocidos que quieren hablar de cómo tu pérdida les afecta a ellos».
- ‘¡Dios mío, yo no podría soportarlo!’.(‘Sí. Sí podrías. Solo sucede. Eres capaz. No me aísles con tus propias proyecciones’).
- ‘No te llamé porque supuse que querías estar solo’. (‘Aunque eso sea cierto, siempre deberías llamar, escribir, mandar un correo electrónico o mensaje’).
- ‘No fui a visitarlos porque odio los hospitales’. (‘A nadie le gustan los hospitales, tal vez sólo si vas a ver a un recién nacido. Pero de todos modos tienes que ir’).
- ‘Lamento mucho que haya fallecido por cáncer pulmonar. ¿Fumaba?’. O, si fue por un ataque al corazón, ‘¿Tenía sobrepeso?’. (‘Solo estás buscando sentirte tranquilo de que esta cosa tan horrible no te va a pasar a ti. Detente’).
La N° 2 se titula “No hay un lado bueno” y afirma: “Cuando pierdes a alguien que quieres, te encuentras desprotegido en un lugar oscuro. Nada que te digan te va a alegrar y menos los comentarios que inician con la frase: ‘Al menos…’. ‘Al menos ya no está sufriendo’, ‘Al menos tienes otros hijos”, ‘Al menos ahora ya puedes tener tu propia vida’ (‘Siempre tuve mi propia vida, pero ahora tengo que vivirla sin ella’). “Si vas a comenzar con ‘al menos’, detente. No va a ayudar. Estás intentando obligarlos a ver el lado positivo cuando se sienten devastados. Sólo reconoce que la situación en la que están es muy difícil, y valida sus sentimientos”.
En la regla N° 3, “Cuidado con la religión”, aconseja: “Si no estás seguro de que el deudo comparte tu fe, es mejor no hacer los siguientes comentarios: ‘Ahora está en un mejor lugar’, ‘Era el plan de Dios’, ‘Dios lo quería con él en el cielo’ o ‘Algún día lo volverás a ver’. Mejor el silencio”.
En la regla N° 4, “Deja que sientan lo que quieran”, sugiere: “No le digas a alguien que está de luto cómo debe sentirse. Tal vez quieran sentirse vulnerables. Quizá necesitan llorar muchos días sin parar. En otras palabras, no digas cosas como: ‘Sé fuerte’ o ‘Resiste’. Lo que sea que estés sintiendo, y cuando sea que lo sientas, está bien”.
A modo de conclusión David Pogue expresa que “la lista de cosas que no se deben decir incluyen muchos lugares comunes. Entonces, ¿qué deberías decir?
“Si conocías a la persona difunta, cuéntale al deudo una anécdota de esa persona, lo ideal es que sea por escrito, para que todos los familiares lo puedan leer. No hay un mejor regalo que una anécdota del ser querido justo en el momento en que parece que ya no habrá más nuevas historias.
“Si sólo interactúas con los deudos unos minutos, como al encontrártelos en la calle o en un funeral, he aquí algunas de las mejores sugerencias:
- “Sé cuánto la querías”
- “Ojalá supiera qué decirte”
- “No puedo ni imaginarme qué estás sintiendo, pero aquí estoy si necesitas hablar con alguien”.
A propósito de la conveniencia, a veces, de hacer silencio antes que ensayar, con buen sentimiento e intención, palabras de consuelo, en dos oportunidades familiares muy cercanos a Ana arriesgaron pensamientos en tal sentido. A las pocas semanas del fallecimiento uno de ellos me dijo: “al menos no tuvo que vivir la muerte de sus padres”. Trance natural que, mayoritariamente, todos debemos pasar en nuestras vidas, y para el cual yo estaba preparado para acompañar y contener a Ana, como ella lo había hecho cuando pasé por esas contingencias.
Otro familiar, durante la primera Nochebuena sin Ana, trató de reconfortarnos afirmando: “A Ana no le gustaba estas fiestas. Al menos no tuvo que pasarlas otra vez”. Si bien es cierto que por desencuentros y algunas actitudes que suelen suceder en muchas familias, Ana casi detestaba la organización y ejecución de las fiestas, dudo sobremanera que ésta fuera la solución a sus padecimientos.
Como afirma Pogue más arriba, si se quiere ayudar o confortar a quien sufrió una pérdida esencial para su vida y el “al menos…” aparece en la estructura del pensamiento, es preferible optar por el silencio piadoso, que seguramente será muy valorado para ese momento.
“¿Es tan difícil entender que cuando se ha ido alguien muy querido, lo que no cabe en tu cabeza es su imposible ausencia? Los humanos no sabemos qué hacer con la muerte. Grande, impensable, inmanejable, cruel y horrible”. (Rosa Montero).
Sobre la actitud de los otros Savater también hizo una observación: “Nunca he entendido los consuelos o la impaciencia que la gente siente con las personas que están tristes. El escritor italiano Pavese, en ‘El oficio de vivir’, decía que la gente a veces trata a los tristes como a los borrachos: ‘Bueno, siéntate, a ver si se te pasa…’ Yo conozco cosas que no cura el tiempo, al contrario, empeora en muchos aspectos. Porque la pasamos tan mal, la había visto sufrir tanto, que la muerte no era la muerte, sino el final del sufrimiento. Pero ahora la muerte es la muerte, entonces para mí ahora es peor que cuando pasó”.
Transitar el duelo
Nadie nace sabiendo cómo afrontar una situación de duelo ni existe un manual que enseñe cómo transitar esa indeseable experiencia. Se presenta el dilema de qué hacer con la vida impensada e inimaginable que a uno le queda por delante. Rehacer la vida, desde dónde, con qué, para qué.
“Vive o muere, pero no le estropees el mundo a los demás” (Anne Sexton, poetisa estadounidense).
“Hablamos constantemente de muertes evitables, como si la muerte pudiera prevenirse, en vez de posponerse” (Dra. Iona Heath, en su libro “Ayudar a morir”).
Nadie está preparado para esa sensación de vacío, el Amor (con mayúscula) ya no está, irrumpe la soledad (aunque haya compañía), un dolor insoportable y una sensación de injusticia mezclada con ira y bronca nunca sentida. Y la sospecha que el duelo nunca terminará, porque jamás se recuperará la alegría. Si se pudiera detener el tiempo y dar marcha atrás!!!
“Inútil es huir del dolor y de la muerte, porque dejándolo ser cesa su sombra” (Buda).
“Estamos conectados al amor, a ser amados y a pertenecer. Cuando no se cubren esas necesidades nos rompemos, nos derrumbamos y entumecemos. Sufrimos». (Brené Brown, académica y escritora estadounidense).
La palabra esperanza se quiebra en su significado cuando lo peor ha ocurrido, se terminó la historia, aunque globalmente sabemos que la historia no ha terminado. Y también duele el cambio al expresarse, me resisto a hablar en singular, y nunca será mi dormitorio, quiero que siga siendo nuestro dormitorio, ni mis hijos, sino nuestros hijos.
“El verdadero dolor es inefable, nos deja sordos y mudos, está más allá de toda descripción y de todo consuelo. Aunque pase el tiempo, el dolor te sigue pareciendo igual de intenso” (Rosa Montero).
El duelo según los especialistas
En su libro “El Duelo”, el psicoanalista Gabriel Rolón afirma que en esas instancias se comprende “qué es no estar completos. Porque sólo se duela lo que se ha amado. Jamás estamos más en riesgo que cuando amamos. Cuanto más profunda haya sido la sensación de felicidad, más cruel será el dolor por la pérdida. Por eso el duelo es una amputación emocional.”
Más adelante se explaya Rolón: “No hay duelo sin amor, entonces la pérdida genera una herida por la que algo se escapa, y al mismo tiempo algo se adhiere a nosotros. Eso que queda grita su dolor por lo ausente, y uno está solo ante alguien que no volverá y ante los demás que le piden que olvide y supere la pérdida. Es el dolor en estado puro, sin ilusiones ni compañía, y lo peor, sin palabras ni deseos”.
Entre sus conclusiones el psicoanalista argentino señala que “el duelo es una guerra entre la ilusión y la soledad, entre el amor por lo perdido y el amor propio. Es un proceso que se atraviesa y no un problema que se resuelve. El duelo es el precio que pagamos por habernos atrevido a amar, y es también la invitación a escribir una historia que cuente nuestro paso por la vida”. ¿Será lo que estoy haciendo en estos momentos?
En sus obras Sigmund Freud sostiene que “en el duelo el mundo se ha hecho pobre y vacío”. Y que “la muerte es un acto brutal del destino y no se debe culpar a nadie, aunque la herida jamás sanará. Es un hecho tan paralizante que no inspira reflexión alguna. Es la cruda fatalidad, muda sumisión y sin sustitución posible. Si se suprime el dolor, se borra la huella de ese paso.”
La Dra. en Psicología Marta Gerez Ambertin sentencia que “el duelo es un enigma incurable”, mientras que el psiquiatra y psicoanalista Jacques Lacan entiende que “sólo nos enluta la muerte de aquellos pocos que tienen el estatuto de irreemplazables”.
¿Éramos felices sin saberlo?
Con el triste diario del lunes valoro pequeñas cosas y momentos que parecían intrascendentes, normales, como algo que nos correspondía por derecho propio y que no había por qué sobrevalorar ni agradecer. Un derecho adquirido. La distancia y el dolor hoy me permiten entender que en esos hechos e instantes también estaba la felicidad. Y aunque varias veces escuchamos consejos y advertencias en tal sentido, la vorágine de la vida cotidiana y la presencia de problemas, hoy insignificantes, nos impidieron disfrutar de ello como lo merecía. Si puede ser útil, reaccionen y disfruten ahora, después puede ser muy tarde.
“Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad” (Del español Miguel Delibes, en “Señora de rojo sobre fondo gris”, donde narra las reflexiones de un pintor que, luego de una enfermedad, pierde a su mujer, Ana, de 48 años).
“La vida es eso que pasa mientras estábamos ocupados haciendo otra cosa” (John Lennon).
Con el perdón de los creyentes
Nunca fuimos creyentes muy practicantes. Si bien recibimos todos los sacramentos que marca la iglesia, lo cual repetimos con nuestros cuatro hijos, no acostumbrábamos ir seguido a misa ni cumplíamos puntualmente con los diversos rituales de la religión, aunque nos definíamos como creyentes en Dios. En este tema Ana María sí creía fervientemente en la oración. Todas las noches, antes de dormirse, rezaba.
Lo vivido desde 2014 en adelante derrumbaron la endeble creencia que yo tenía (¿la tenía o la buscaba interesadamente cuando la necesitaba?) en mi interior. Durante los siete meses del duro tratamiento soportado por Ana (nueve sesiones de quimioterapia y quince de radioterapia), ingresé en distintas iglesias que se me presentaban en el diario trajín de trámites y mandados por diversos barrios de Buenos Aires. Frente a los altares principales pedía por la salud de ella y a cambio prometía algo que me costara cumplir (¿dejar de fumar?). Sé que por mi indiferencia religiosa en el pasado todo ello no tenía valor, ya era tarde e interesado. Pero igual en situaciones límites uno recurre a todo lo imaginable, la desesperación e impotencia no reconocen límites.
“La ausencia es como la extinción, terrible, nunca imaginable. ¿Y el espíritu existirá? ¿Si así fuera, estará aquí, en nuestra casa?» (Joyce Oates).
Lamentablemente el correr del tiempo confirmó, para mí, lo que venía sospechando. Estamos en manos…del azar. Al que se lo debe ayudar con cuidados y actitudes en pro de mejores resultados, pero que en definitiva la moneda caerá de uno de los dos lados, y a otra cosa. Es verdad que en materia de salud es muchísimo lo que se ha avanzado, con evoluciones científicas que contribuyen a mejorar o paliar enfermedades y, a veces, a curarlas. El cáncer, en sus distintas variantes, es uno de los mejores ejemplos. Lamentablemente NO fue el caso de Ana.
“La cosa más importante en la vida es la ausencia de la mala suerte” (Peter Piot, científico belga).
“Ni la fe secular ni la divina han ayudado a la creación de un mundo mejor. Más bien fomentan lo que hoy llamamos la polarización, el virus de origen humano que conduce al odio, al dolor y al absurdo de la guerra. Tener como guía la manifiesta y universal certeza del azar, es una mejor opción” (John Carlin, escritor y periodista británico).
El por muchos llamado todopoderoso nos abandonó o no nos escuchó por largos y penosos meses (“no pido mucho, un día bueno completo para poder salir un poco”, rogó Ana desde su malestar general por el tratamiento), por lo cual, para mí, si existiera, no es todopoderoso. Ni siquiera se apiadó en la resolución de la enfermedad, por más irreversible que fuera. Sus últimas sesenta horas de vida Ana María las pasó (pasamos) en una clínica de la ciudad, incluyendo el 17 de septiembre de 2015, cuando cumplimos 32 años de casados… con ella en coma.
“En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe”.
Dejando de lado lo autorreferencial, la vida está llena de hechos que demuestran, lamentablemente, que no hay un todopoderoso que nos cuide y ponga las cosas en su lugar. Muertes inaceptables de personas aún más jóvenes que Ana, y qué decir de criaturas que dejan este mundo sin siquiera haber disfrutado su niñez. Por no entrar en guerras, pestes y otras yerbas que azotan periódicamente el planeta.
Algunos creyentes, con la mejor buena fe e intención de consuelo que agradezco, expresaron paliativos como “Dios la necesitaba a su lado”, “Sólo Dios sabe su plan y es imposible querer comprenderlo”, lo que llaman “El Plan Divino”. Con el mayor de los respetos por los creyentes (varios entrañables amigos), estoy seguro de que no hay plan alguno y lo que suele llamarse destino (Ana decía ante diversas contingencias de la vida, “era su destino, estaba escrito”), no es más ni menos que la conjunción de determinadas circunstancias que, por último, el azar termina de definir. Por eso, ya no digo más “si Dios quiere”, sino “si la suerte acompaña”, “ojalá”.
Si bien nunca fui un acérrimo creyente, esta parte de la vida terminó de convencerme que el destino de nuestra existencia está en manos del mencionado azar, con la “importante colaboración”, a favor o en contra, de nuestros actos y costumbres. Lo que al principio fue enojo, ira, que los especialistas definen como razonable y comprensible, hoy ya no es ni eso. Simplemente entendí que muchísima gente necesita creer en algo, en la existencia de algo superior que todo lo programa y resuelve. Y es entendible y, por sobre todo, respetable.
Se trata del relato universal más expandido y exitoso de este mundo (como seguramente ocurrirá con otras creencias de distintas latitudes), y necesario para millones de personas que se aferran al mismo para continuar y mejorar sus vidas. Una cuestión de fe. En mi caso se produjo algo que podría definir como “desengaño”, no es como creí y me ilusioné, tibiamente, por más de 50 años. Cuando se tenga que apagar la luz, se apagará irremediablemente, sin rescate ni acción sobrenatural alguna.
“No tengo temor de enfrentarme al todopoderoso. Yo tendré más reproches que hacerle a él, de los que él podrá hacerme a mí” (Sigmund Freud).
“¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?” (Enrique Santos Discépolo, en Canción Desesperada).
Como alguna vez con gran acierto me dijo un querido familiar, “¿quién te dijo que la vida es justa?” Refrendado por Gabriel Rolón al afirmar que “vivir es también soportar la injusticia cotidiana y las ausencias de merecimientos”, por eso, concluyó, “la felicidad es la sensación que aparece en los pocos momentos en que la vida parece algo menos injusta”.
Señales o casualidades
El instinto compulsivo de rebelarse ante la pérdida, negarla aun sabiendo que es una irreversible y dolorosa realidad, hace que a veces, por sugestión o inconsciente deseo, veamos o sintamos cosas que racionalmente no tienen explicación, o que no queremos reconocer que obedecen a simples casualidades.
En noviembre de 2016, habiendo transcurrido un año y dos meses de la muerte de Ana, mientras uno de nuestros hijos limpiaba el pequeño quincho de nuestra casa (al que nadie había ingresado desde abril del 2015), note que en el almanaque de madera perpetuo que se actualiza manualmente, la fecha marcada no coincidía con la de la última vez de su utilización. Al acercarme comprobé con asombro que la fecha era sábado 17 septiembre, la fecha de nuestro casamiento en 1983. Tanto en 1983 como en ese 2016, dicha fecha había coincidido en sábado. Nuestro hijo me negó con firmeza haberse acercado o tocado el almanaque.
Pocos meses después, en febrero de 2017, junto a nuestros hijos concurrí al casamiento de la hija mayor de unos entrañables amigos, y además ahijada de Ana María. Al llegar a la fiesta, como es costumbre, consultamos a los organizadores qué mesa nos habían asignado, y ante nuestras miradas cómplices escuchamos el “trece”, siempre presente en nuestras vidas. El 13 de junio de 1980 nos conocimos y de ahí en más, además de compartir el camino durante 35 años (32 de ellos casados), en numerosas oportunidades fue el número presente en muchas alternativas de nuestras vidas, y nunca en hechos negativos como indica la mala prensa que el número posee.
Durante muchos años cuando Ana llamaba diariamente a su madre, aproximadamente a las seis de la tarde, mientras hablaba desde el teléfono ubicado en el comedor diario, veía como inexorablemente aparecía un colibrí que se posaba por segundos en las flores de la rosa de la china del jardín. En ese instante le decía entre risas a su madre: “¿A que no sabés quién apareció?” La respuesta era obvia y repetida. Ya fallecida Ana, el colibrí siguió apareciendo cerca de las seis, como siempre, luego se ausentó por largo tiempo y después volvió con sus habituales vuelos intermitentes. Dicen que “cuando se posa un colibrí, viene a dar un mensaje de que el alma del que amamos está bien”.
Olivia, una pérdida diferente
A mediados de 2010 llegó a nuestras vidas la primera mascota de la familia: Olivia, una perra labradora de apenas 60 días de vida que alegró y conmocionó a todos. A excepción de Ana, quien había tenido una pequeña perrita en su adolescencia/ juventud, para el resto era algo inédito y movilizador, con altas dosis de amor y ternura de manera recíproca.
Muchos años después, ya sin Ana junto a nosotros, en el verano de 2018 debimos operar a “Oli” para extirparle dos bultos molestos y sospechosos. La biopsia determinó lo peor: eran tumores malignos, por lo que se impuso preventivamente cuatro sesiones de quimioterapia.
Conmocionados tuvimos que volver a escuchar y leer insoportables términos del pasado: oncólogo, quimioterapia, protector gástrico, corticoides… El destino volvía a encarnizarse con nosotros. Posteriormente, como es rutina en estos casos, controles semestrales mediante ecografías, mostraban una auspiciosa ausencia de imágenes dudosas o malignas.
Hasta que en lo que se suponía era el último control antes del alta, en la ecografía efectuada en febrero de 2021 nuevamente aparecieron metástasis en diversos lugares de su cuerpo. El viernes 12 de ese mes cerca de las seis de la tarde y con sus últimas fuerzas, Olivia caminó lentamente hasta el comedor diario de la casa, su hábitat preferido donde comía y dormía generalmente, se hecho debajo de la mesa y dio sus dos últimos esténtores, mientras junto a mi hija Victoria llorábamos abrazados plenos de impotencia y dolor. Ese trance se repitió minutos después con la llegada de Nicolás, Guillermo y Guido, incrédulos ante la pérdida de su querida mascota. Como me dijo su veterinario por teléfono, tratándome de confortarme, “ella decidió lo que de todas maneras iba a pasar más adelante”.
Los días siguientes mostraron una casa aún más vacía y con un silencio ensordecedor. La ausencia de rutinas y costumbres que “nos impuso” Olivia se tornó indisimulable. Ya nadie nos esperaba expectante y entusiasmada cuando llegábamos desde la calle, ni requería nuestra atención para recibir mimos, juegos y alimento. En suma, un inesperado vacío después de diez años y medio de una entrañable compañía.
¿Un futuro sin sueños?
“Cuando se muere alguien con quien has convivido mucho tiempo- cuenta Rosa Montero– , no sólo te quedas tocado de manera indeleble, también el mundo entero queda teñido, manchado, marcado por un mapa de lugares y costumbres que sirven como disparador para el recuerdo, la evocación, a menudo con resultados tan devastadores como el estallido de una bomba. Pero la vida no tiene otro final posible que la muerte, y antes, teniendo mucha suerte, la vejez”.
“Dad palabras al dolor. La desgracia que no habla gime en el corazón hasta que lo quiebra” (William Shakespeare).
No hay una escuela ni un manual para viudos. Y no incluyo viudas porque creo que no es comparable. No por los similares sentimientos y sufrimientos que se experimentan, sino por las características diferentes que existen entre una mujer y un hombre. Y aquí, más allá de las cuestiones de género tan en boga por estos tiempos, quiero destacar la fortaleza y reacción ante la adversidad que poseen las mujeres. Nunca tan falaz aquello del “sexo débil”. Puedo asegurar que es así. A todo ello hay que añadir esa sensibilidad incomparable que sólo las mujeres tienen y saben utilizar. Por algo son, nada más y nada menos, las que dan vida.
Muchas noches al acostarme busco sueños forzados, recordando momentos felices compartidos. Con los ojos cerrados y en la oscuridad, en realidad estoy buscando recordar el pasado, revivir lo agradable para alejarme del presente. Generalmente no lo logro. Antes, enciendo el televisor y recorro los canales casi sin pausa, buscando vaya a saber uno qué. Posiblemente que la vista se rinda y el sueño sea más accesible. Una manera de prepararse para superar la noche.
Y sigue siendo inevitable evocarla en cada circunstancia que se repite, en cada ambiente que recorro. La calle, un parque, los negocios. ¿Dónde no estuvimos juntos? Es casi imposible encontrar ese ámbito. Suelo ver parejas por la calle tomados de sus manos. Jóvenes, maduros y ancianos, y no puedo evitar la triste evocación de una vejez sobre la cual a veces bromeábamos y que ya no veremos llegar juntos. Hasta señalábamos, irónica e irrespetuosamente, el deterioro físico de los abuelos y los imaginábamos selectiva y graciosamente en nuestros cuerpos.
“Y llegó la primavera como si nada hubiera pasado. ¿Pero cómo, el mundo sigue adelante? Tu cabeza lo entiende, pero tu corazón se queda atónito” (Rosa Montero).
“La muerte es lo peor porque la gente te olvida” (Manuel Puig, escritor argentino).
Nunca más escuché uno de los tantos CDs que hay en la casa, la mayoría de los cuales fueron comprados por ella y nos acompañaron en tantos viajes compartidos. Es como si la música, nuestra música, me causara mayor dolor aún. También evito grandes centros comerciales, salvo para una compra muy puntual. Y cuando lo hago miro con nostalgia las parejas y familias que lo recorren. Tantas veces concurrimos a ellos para mirar, comprar y hasta comer en familia. Y tantas veces protesté con mi habitual poca paciencia cuando se demoraban husmeando en diferentes locales! Esos momentos, aunque no los valoráramos, también eran la felicidad.
“La vida es la cosa más frágil del mundo. Y parece irreal al lado de la intensidad del amor que hemos perdido. El amor que sentimos es nuestro destino y no escogemos nuestro destino. Dicen que de la experiencia de una pérdida terrible se extrae sabiduría. Francamente, es una sabiduría que resignaría sin duda alguna” (Joyce Carol Oates).
Sentado en un bar del barrio, observo pasar la gente por la calle, especialmente parejas de todas las edades, e imagino historias, vidas, penurias y alegrías que ya no podré disfrutar y sufrir junto a Ana María. Al fin y al cabo son parejas comunes, anónimas, con diversas condiciones físicas y económicas, pero en las que más allá de todo valoro que estén juntos, vivos el uno para el otro, comenzando o transitando la vida unos, iniciando o recorriendo la vejez otros. Un estadío que imaginábamos con buenas y malas, como siempre es la vida, acompañando y ayudando el crecimiento y progreso de nuestros hijos, disfrutando, quizás, del agrandamiento de la familia como la de un árbol que proyectábamos sólido, basado en aciertos y errores, pero por sobre todas las cosas con mucho amor y cariño.
Ese sueño no se concretará como fue imaginado, y aunque algo de ello ocurra, nunca será como lo deseamos, ya que sin Ella ningún logro o alegría será completa, plena. Todo tendrá un sabor agridulce. Es más, por momentos, y egoístamente, preferiría no ser testigo de tales conquistas, posiblemente para evitar la culpa o la tristeza de tener que presenciarlas sin Ana. En la viudez, entre otras cosas, afloran las culpas, ¿Por qué ella y no yo?, o simplemente ¿Por qué? Podrá leerse como masoquismo, pero es un sentimiento profundo, incontenible, que la terapia no pudo expulsar.
“Culpa por no haber dicho, culpa por no haber hecho, por haber discutido tonterías, por no haber demostrado más… La culpa imperdonable de estar viva y él no, aunque con su muerte el ser querido se lleve una buena parte de nosotros, un puñado de años y recuerdos, una porción de carne. Le quedaba un año de vida y yo no lo sabía. Ese desconocimiento abrasa, es un pensamiento persecutorio, esa inocencia de ambos antes del dolor resulta insoportable”. (Rosa Montero).
¿Y ahora qué?
“El mundo no se corresponde con la idea que teníamos de él. Las emociones sufren altibajos y nos encontramos bloqueados, parados. Nuestra mente no funciona bien. La mente nos dice que esto no puede o no debería estar ocurriendo, pese a que han pasado semanas, meses o años. Surge el llanto y no podemos creer que después de tanto tiempo pueda hacer tanto daño”, afirma María Sirois, psicóloga clínica estadounidense.
Más adelante explica que “debemos descubrir en nuestro interior una aptitud para el arte de perder, ya que no hay esfuerzo sin derrota y no hay vida sin pérdida. El arte de perder consiste en enfrentarse a la verdad, ver cómo se rompe la escultura de tu ser”.
Y concluye: “Pensamos ‘nunca me recuperaré de esto’, pero seguimos arrimándonos al fuego para calentar nuestros miembros helados buscando los pequeños signos de vida. Hay una especie de energía en el mundo que trata de ayudarnos, como diciendo que no estamos solos, aunque a veces nos sintamos solos”.
Llamativamente, y a propósito de la última frase de esta profesional, un año después de la partida de Ana, durante una sobremesa conversaba con mi suegro sobre el dolor y la compleja realidad que vivía, y él me daba ánimo para levantarme y seguir adelante, con fundamentos ya escuchados como “sos joven” o “tenés a tus hijos”.
Reconociéndole sus argumentos (no tanto lo de la juventud), le respondí que valoraba la presencia y compañía de nuestros magníficos hijos (sigo intentando no adoptar el maldito singular), pero que a diferencia de él (que por entonces sobrellevaba sus 90 años con algo tan terrible como la pérdida de su hija mayor), cada mañana al despertarme y cada noche al acostarme, al mirar a mi lado no me encontraba con quien había compartido más de tres décadas de mi vida, sino únicamente con una foto de la época en que nos conocimos, mientras que él seguía, al menos, pudiendo tomarle la mano a su amada compañera.
Después de pensar unos segundos y con un inocultable dejo de resignación, quien ya llevaba 61 años de matrimonio, me trató de confortar diciendo, “bueno, estás solo pero no te sientas solo”. Del dicho al hecho…
¿Y ahora qué? Una pregunta sin respuestas y, según para quien, con múltiples respuestas. La vida es efímera, y a veces pende de un hilo y se define como una pelotita de tenis sobre el fleje: vida o muerte. Azar puro. Y pese a ello, el planeta sigue girando, el mundo continúa su derrotero. Disfrutar cada segundo, cada instante, como si fuese el último, darle a las cosas y a los hechos el real valor que tienen, puede ser la consigna innegociable para transitar esta vida. Una consigna de Perogrullo muchas veces escuchada, casi nunca concretada.
Hay un anónimo que dice: “Finalmente somos lo que dejamos en el corazón de las personas”. Ana María dejó en vida amor incondicional en los corazones de numerosas personas. En las pequeñas alumnas que contuvo en su etapa de maestra, en sus maravillosos hijos (por los que decía: “mato, doy mi vida si me los tocan”), en sus padres y hermanos, con quienes tenía deliciosas complicidades, y en sus amigas de distintas épocas y circunstancias.
“La sinceridad en la transparencia de sus ojos y la honestidad de sus palabras. Su carcajada contagiosa como corolario reflexivo acerca de ser cada día mejores. Su caricia del alma haciéndome integrante de sus tesoros humanos”, la describe con singular afecto mi amigo y colega Hugo Puppo en su “Carta para el Viento”. (Ver más abajo).
“Venerás las bromas y las anécdotas donde habita la complicidad que nos unía. Sos la que aprieta fuerte entre las manos el último regalo y, también, la que respira y se despeina agitando el aire con los abanicos de colores. Serás, tal vez, la que explora en cada foto vieja, miradas amorosas y ecos del pasado”, la recuerda con amor profundo su hermana Marina en su cuento “Nosotras Dos”. (También ver más abajo).
En mi caso es difícil poner en palabras lo que Ana me brindó y significó desde que la conocí el 13 de junio de 1980. Ella con poca experiencia y yo con alguna frustración a cuestas, fuimos construyendo una relación sólidamente amorosa, de compañerismo espontáneo y con madurez progresiva. Pasamos fuertes tormentas, como la pérdida de una hija horas antes de nacer, intervenciones quirúrgicas en algún hijo y sustos lógicos, como le ocurre a cualquier padre, en la salud de otros. También hubo tempestades en la pareja. Pero siempre nos apoyamos y salimos a flote, con el valioso apoyo de nuestras familias en varios casos, y siempre con nuestra inquebrantable voluntad y compañerismo.
En todas esas vicisitudes, Ana fue la columna principal del proyecto, la que más puso el cuerpo y el alma en cada trance. Y siempre con una gran dosis de amor, que sólo ella sabía dar, ya con una mirada. Y ése es el Amor (con mayúscula) que destaco en el título. El que no se compara ni se comparte. El que, si llega, suele ocurrir una sola vez en la vida. El que permite Vivir (con mayúscula también).
“Y seguiré esperando.
Como los amarillos del otoño,
todavía palabra de amor ante el silencio,
cuando la piel se apague,
el amor se abrace con la muerte
y se pongan más serias nuestras fotografías,
sobre el acantilado del recuerdo, después que mi memoria se convierta en arena,
por detrás de la última mentira,
yo seguiré esperando”
( Luis García Montero, poeta español y director del Instituto Cervantes, marido de la escritora Almudena Grandes, fallecida de cáncer a los 61 años, el 27-11-2021. Fragmento de “Confesiones”, uno de los poemas de amor para su mujer, publicado en 2015).
Ahora queda una vida chiquita, también con alegrías y frustraciones, pero que ya no tienen el valor y la trascendencia que le daba en el pasado. Tarde para lamentos. Suele pasar. El presente y el futuro son nuestros hijos, ellos transitan el camino, nada sencillo en estos tiempos y por estos lares. Como suele y debe ser, los padres acompañaremos, apoyaremos y ayudaremos en todo lo posible.
“Habrá muerte, pero es sol sale a pesar de todo” (Derek Mahon, poeta norirlandés).
Continúo con la “vida”, tratando de emular a Ana María, poniendo el cuerpo y el alma en las cosas que aún valen la pena, solamente en esas. Y con todo el amor que un padre es capaz de brindar. El otro Amor se lo llevó ella. Si existiera otro plano, como algunos creen (nada religioso, por favor), espero y deseo que allí, algún día, nos reencontremos para volver a compartir el Amor que tanto nos unió. Esa es mi esperanza, la que me permite seguir en el camino, que en nada se asemeja al sendero de los buenos tiempos, pero que transito con el anhelo de un reencuentro sanador. El tiempo, como sucede a menudo, tendrá la última palabra.
Febrero 2022
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La carta que Ana María nunca llegó a leer
(Escrita a principios de 2016)
Te amo y extraño cada día más
Si bien muchos afirman que el tiempo ayuda, yo cada día no sólo te extraño más, sino que siento un dolor y una tristeza cada vez más profundos, cuando día a día y noche a noche enfrento tu ausencia y sólo le puedo hablar y llorar a una hermosa foto, o mejor dicho a la foto de una hermosa persona.
No hay lugar, dentro y fuera de la casa, que no me remita a vos, Ana María. Desde los momentos más recordables por su importancia, hasta las cosas más comunes, como mirar una vidriera en cualquier calle cercana. Cada rincón de esta casa está armado y decorado con tu sello, con tu impronta. Cada día, cuando me acuesto para dormir, es inexplicable la sensación de ver tu lugar vacío en la cama. Treinta y dos años durmiendo juntos nunca podrán superarse evocando buenos momentos. Es imposible y terrible a la vez.
Sólo me acompañan tus fotos y los recuerdos que se amontonan en mi cabeza y en mi corazón. Cada foto trasluce tu hermosa alma y tu ilimitado corazón. Extraño tu sonrisa y tu risa. Añoro tu cariño y amor de hija, hermana, madre y esposa. Pero especialmente tu rol de compañera en las buenas y, sobre todo, en las malas.
En cada adorno, cuadro y mínimo recuerdo de nuestros viajes rememoro los lindos momentos que vivimos, al tiempo que maldigo todo lo que ya no podremos hacer. ¡¿Por qué?! Nadie me da respuestas. Ojalá que tu último viaje haya sido el más placentero y estés mejor que todos nosotros. Realmente te lo merecés.
Como dije alguna vez, daría el 80% de la vida que me queda (aunque fuera muy poca) por estar el 20% restante con vos, donde estés y como estés. No hay nada que pueda compensar este dolor y esta tristeza inexplicable.
Siempre hablamos y escuchamos decir de las parejas aquello de “media naranja”, “mi otra mitad” y tantas cosas más. Pero yo ahora descubrí que no era así, que éramos uno, una unidad, con diferencias y discusiones, con idas y vueltas, pero no mi otra mitad. Porque no me falta una mitad delimitada, lineal. Me siento vacío por dentro, como si te hubieras llevado o arrancado algo de mí, de todo mi ser. No es que me falte un brazo, una pierna o medio corazón. Me falta todo, en todo mi cuerpo y en toda mi alma. Siento un dolor que desgarra, duele en general, sin un lugar determinado. La unidad que soy es una unidad devaluada, porque ya no soy, ni valgo, ni sirvo como el individuo que era a tu lado. Y debo conducir una familia mutilada.
Te confieso que estoy cansado de vivir así. Ahora debo realizar tareas cotidianas de la casa que estoy aprendiendo y que se repiten rutinariamente (“¡me estarás diciendo, ¿viste lo que es ser ama de casa?!”). Pero el cansancio no es por hacer esas cosas rutinarias, sino por tener una rutina sin horizonte, sin proyecto. No me cansaría ni desgastaría tanto en hacer exactamente lo mismo, y más, si fuera con vos presente, aunque sólo pudieras darme indicaciones y consejos.
El mundo sigue andando para todos. Y es lógico. La gente tiene familia, proyectos, planes e ilusiones. Para mí todo se detuvo sin vos. Familia y amigos me dicen que “tengo que seguir por los chicos”. Y en parte tienen razón (vos seguramente pensarás lo mismo), pero de todas maneras nuestros hijos, con el dolor a cuestas, siguen avanzando, trabajan, estudian y tienen una vida por delante que la vivirán inexorablemente.
En mi caso se paró el mundo. Sin vos Anita no tengo proyecto de vida. Todo estaba pensado y planeado para que ahora, sin horarios ni “niños” que cuidar, pudiéramos disfrutar cosas de la vida en pareja, y no porque con nuestros hijos no lo hayamos disfrutado, sino porque nos debíamos y merecíamos un disfrute distinto, de a dos, que éramos uno. Es verdad que pudimos hacer varios viajes, y creo que los disfrutaste como yo. ¡Pero había tanto por hacer y conocer!
Nunca fue tan cierto aquello de estar rodeado de gente e igual sentirse inmensamente solo. Es una soledad mezclada con angustia que me lleva todos los días inexorablemente al llanto, inclusive al escribir esta carta, dejando luego paso a un cansancio físico y anímico que nunca había sentido.
Las preguntas con enojo se repiten sin respuesta. No puedo entender ni admitir tanta injusticia (¿y la justicia divina dónde está?) ¿Por qué Dios o quien cuerno decida sobre nuestras vidas no te tendió una mano cuando más lo necesitaste? Justo a vos que siempre te preocupaste por todos, que socorriste en las emergencias familiares a quien lo necesitase, que te sacrificaste y esforzaste por nuestros hijos y por mí incondicionalmente, que defendiste la familia sin miramientos y que siempre estuviste dispuesta para ayudar más allá del cansancio y del agotamiento.
En cada reunión siento el vacío profunda y dolorosamente. Estoy odiando las fechas y festejos sin vos. Es inevitable en esas situaciones buscarte con la mirada entre los presentes y no encontrarte. Por qué no podés disfrutar junto al resto que, aparentemente, está disfrutando del encuentro. Hay risas, hay bromas, todos siguen adelante. Y no los estoy juzgando, porque, como ya te dije, es lógico que avancen porque tienen una vida propia. Y sé que te recuerdan y extrañan, pero tienen cosas en el horizonte que les permiten Vivir.
Mi horizonte Anita no existe sin vos. Me imagino que ahora me estás exhortando a seguir adelante por nuestros hijos. Y dentro de mis posibilidades lo estoy haciendo. Pero las fuerzas son cada vez menos. El dolor no disminuye y el tiempo, que muchos “diagnostican” como paliativo, va ahondando mi dolor y mi tristeza. Por dentro me estoy muriendo de a poco. Me siento como el árbol que su interior se está secando lentamente. Y que un día caerá.
Solamente deseo estar junto a vos, donde sea, en el plano que sea.
Te amo y extraño cada día más.
Marcelo.
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Las canciones de Guido a su mamá
Las reacciones y sentimientos ante la muerte de un ser querido muestran una gran diversidad de matices y refieren, generalmente, al espíritu y la personalidad de cada uno. Nuestro hijo menor, Guido, músico y compositor, canalizó su terrible dolor por el camino que seguramente será el que lo acompañe el resto de su vida: la música (sus hermanos también mostraron su profundo dolor con gran sensibilidad en las redes). Con una poesía singular y estremecedora, Guido compuso cuatro temas que describen como nadie a Ana como mujer y, sobre todo, como madre. En uno de ellos hasta se anima a un improbable enfrentamiento con la muerte.
JUANA MEMORIA
Va patinando porque no le queda otra,
sobre platos y cristales, ella va.
Uno colgando del brazo, otro gritando.
Pero sigue, pero ella va.
Juana memoria no tiene un pelo,
un pelo de estúpida al recordar
que el grupo de sangre o tu delantal.
Juanita tiene ganas de gritar.
Su vocación era ser lo que es.
El sueño cumplido, eso y todo lo que ves.
Su vocación era su orgullo.
Los pibes que ves correr.
Sube la cumbre con dificultad
pero jamás nada va a resignar.
No se va a rendir, no va a dejar
nada al azar. Al maldito azar.
Pero el azar le jugó en contra.
Juanita lo miró a los ojos y lo insultó.
Que dijo que no, que nada la intimidaría.
Con la energía de siempre y una carcajada.
Su vocación era ser lo que es.
El sueño cumplido, eso y todo lo que ves.
Su vocación era su orgullo.
Los pibes que ves correr.
Va descubriendo los mundos de la cultura.
Y va depositando todo eso en nosotros.
A Juana no la joden más, a Juana la respetan.
Valía oro de mil millones de kilates.
Pero el azar le jugó en contra.
Juanita lo miró a los ojos y lo insultó.
Que dijo que no, que nada la intimidaría.
Con la energía de siempre y una carcajada.
Su vocación era ser lo que es.
El sueño cumplido, eso y todo lo que ves.
Su vocación era su orgullo.
Los pibes que ves correr.
CON ANA NO CONSEGUIRÁ EL REFUGIO
Un asesino llegó a la casa
y su intención era quedarse.
Primero empezar por destruir
la cabeza de sus habitantes.
Meticuloso e inteligente
iba a dejarnos débiles.
Y cuando fuera el momento
la vida nos iba a quitar.
Se acobijó dentro del más fuerte
porque le gustan las guerras difíciles.
Pudo expandirse como un enorme mar
dejando su sal en cada lugar.
Quería generar tristeza y dolor,
nosotros éramos su gran capital.
Y debo parar pero no sé cómo hacerlo
y las energías por acá ya no son buenas.
Un hilo de esperanza es lo que necesitamos,
una buena noticia será matar al asesino.
Se acobijó dentro del más fuerte
porque le gustan las guerras difíciles.
CON EL INVIERNO
Se fue con los vidrios mojados,
sin principio, sin final.
Estaba mirándote,
mirando a la nada.
Jugaba un juego macabro, quizás
de su cerebro o de su corazón.
Que era acostarse y sentarse
sin orden y sin sentido.
Y hoy navega en el río
más hondo y más largo.
Lejos de las pesadillas
de los mundanos.
Caía de cara en la certeza
de que es todo, siempre será todo.
Pero tengo un defecto que me acompañará,
caigo tarde a la realidad.
Y sé que extrañar será
un sentimiento constante en mí.
Pero me voy a tener que adaptar.
La vida no pide permiso y la muerte no avisa al llegar.
Y hoy navega en el río
más hondo y más largo.
Lejos de las pesadillas
de los mundanos.
00:59 AM
Una bomba cayó y el estruendo fue feroz,
en el medio del living.
La cama tomó ese maldito rol
y el aire se quemó.
Hablaba con fantasmas.
“¡Devuélvanme a mi madre!”
gritaba.
El reloj se frenó y no quiso avanzar
más allá de tus ojos.
Tu queja no alcanzó para que el anfitrión
cambiara algunas fichas.
Y todo sigue igual, todos van y vienen,
menos tus sueños que recuerdan.
Es esa puta visión que te quiere hacer creer
que nada aquí pasó.
Hablaba con fantasmas.
“¡devuélvanme a mi madre!”
gritaba.
Me gustaría ver más caballos morir de viejos.
Me gustaría ver más caballos morir de viejos.
Volver el tiempo atrás sólo me serviría
para añorar lo que ya no existe.
Y no sé cuál será nuestra solución,
sólo sé que sigo sufriendo.
Hablaba con fantasmas.
“¡devuélvanme a mi madre!”
gritaba.
Me gustaría ver más caballos morir de viejos.
Me gustaría ver más caballos morir de viejos.
Me gustaría ver más caballos morir de viejos.
Me gustaría verte reír de nuevo.
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El sentir de Guillermo por su mamá
Por su parte Guillermo escribió en distintos momentos de estos difíciles años, diferentes reflexiones y sentimientos que iban invadiendo su corazón y su mente. En algunos, con profundo dolor e impotencia, en otros, con indisimulable bronca y enojo. Reacciones que también se perciben en las canciones de Guido, y que asimismo Nicolás y Victoria demostraron en diversos pasajes de esta compleja etapa. Demás está decir que me veo reflejado fielmente en muchas de las expresiones de ellos. Pero dejemos que Guillermo cuente sus visiones.
SIEMPRE (08/07/2016)
Pienso que siempre supe todo lo que eras, lo que representabas, lo que generabas, lo que transmitías.
Siempre fui consciente de lo especial que eras (que sos), no sólo para mí y mi inevitable complejo de Edipo, sino para cualquier persona que te conociera. Bastaba con mirarte para conocerte, que transparente carajo.
Que clara la tenías. Con algunos errores y muchos aciertos, siempre viste todo con claridad. Todo lo realmente importante en la vida.
Tuve la suerte de llegar a cierto nivel de madurez como para admitir que tenías razón en muchas cosas que de chico no entendía y me hacían enojar. Al nivel de hacerme el ofendido, pero porque sabía que al rato ibas a volver para «amigarte». Que pendejo gil.
Pero llegué a decirte que tenías razón. Me quedo con eso. Y con nuestras charlas interminables, analizando todo, a la familia, a cada integrante. A vos, a mí.
Pude llegar a ver y valorar todo el esfuerzo, todo el sacrificio que hicieron los dos. Siempre diste todo, poniéndote al final, sin dudarlo. Ni lo pensabas, porque así lo sentías, porque entendías lo que realmente importaba.
ENTENDISTE TODO PORQUE RAZONASTE CON EL CORAZÓN. Porque enseñaste con el ejemplo. Nos llenaste de amor todos los días, incluso cuando te enojabas.
Siempre pude ver todo esto, pero ahora también puedo ver los años luz que le llevabas al resto. Que chiquitos son todos al lado tuyo, no entendieron nada. No te llegamos ni a los talones.
Y ahí es cuando aflora la angustia. Cómo cuesta seguir. Pero te lo debemos. Todo por y para vos.
El que abandona no tiene premio.
¿UN SUEÑO? (12/02/2017)
Hoy te encontré en un sueño. Una vez más y van…
Te tengo siempre presente, te llevo a todos lados, te recuerdo todos los días. Te encuentro en muchos lugares y momentos. En la música, en los libros, en los atardeceres, en casa, en la familia.
Pero en los sueños, los encuentros son diferentes. Especiales, más fuertes, más parecidos a lo “real”. Si es que es posible definir esa palabra, ese concepto.
En el sueño estábamos en tu cuarto. En la habitación “de mamá y papá”. Pero la de una casa anterior a la última. Si bien el lugar era del pasado, el encuentro parecía ser en el presente, incluso posterior a lo que ya sabemos que pasó.
Hace tiempo que no creo en dios, o que por lo menos lo ignoro. Sin embargo, soñé que volvías a la vida (a esta vida) y tu explicación del “milagro” sonaba verosímil. Me contabas que habías hecho una especie de arreglo, de trato, con aquel ser superior.
No recuerdo bien la explicación, pero porque no me importaban las razones, ni los detalles o condiciones del acuerdo. Estabas de vuelta y eso era lo único importante.
Tampoco recuerdo si tu “vuelta” era por tiempo indeterminado o sólo por un rato. No me detuve en esos detalles. Sin saberlo y sin llegar a preguntártelo, aproveché ese instante para abrazarte y llenarte de besos. Lo hice sin pensarlo, sin cuestionarme los pormenores de lo que sucedía. Entendiendo, aparentemente, que era “ahora o nunca”. Como si hubiese entendido que era un sueño, que podía terminar en cualquier momento.
Y así fue. Fue un sueño y se terminó. Pero lo sentí muy real. Y lo aproveché todo lo que pude.
Cuando caí en la cuenta de que sólo era un sueño, me dolió mucho. Pero al mismo tiempo sentí que el encuentro realmente había sucedido.
Estoy convencido de que fue una especie de encuentro. Diferente, claro. Pero sucedió. Viniste a verme, a abrazarme un rato, a mostrarme que estás bien. A darme fuerza.
Que no se corte, que se repita. Hasta el próximo sueño.
HACE 3 AÑOS QUE EL MUNDO ES UN POCO MÁS INJUSTO (19/09/2018)
3 años incompletos.
3 años de un vacío que ocupa demasiado.
3 años de un silencio que aturde.
3 años de un dolor inconmensurable, interminable e intransferible.
Desafortunadamente vivimos muy aferrados a la materialidad. De repente, no podemos ver ni tocar y no entendemos nada. Y nos sentimos vacíos. Y nos ahogamos.
Y pensás que no la tenés, que la perdiste, porque no la podés ver o tocar. Porque este sistema de mierda, perverso, te convenció de que “tener es poder”. TOCUEN. “Tocuen”, es cuento. Cuento basura, que nos venden todos los días desde que tengo memoria. Y lo compramos. Y lo consumimos todos los días. Y lo volvemos a comprar.
Porque sino: pensar. Porque sino: sentir. Porque sino: indagar. Porque sino: experimentar. Porque sino: descubrir. Porque sino: no necesitamos cosas. Cosas para tapar otras. Cosas para reprimir sentimientos. Cosas para callar pensamientos.
“Las mejores cosas de la vida, no son cosas” … así dice la frase. Bueno, las peores cosas de la vida, tampoco son cosas.
Y al principio pensás que se va a arreglar. Porque TODO se razona, sí o sí. Y se sigue complicando, pero hay que ser optimistas. Y cada hora que pasa es peor, pero creemos que se va a revertir. Seguramente mañana se solucione, porque somos negadores seriales. Y ya no hay retorno, pero de repente creemos en los milagros. Y aunque hace años que no creemos en nada, de repente nos encontramos rezando, porque en una de esas…
Que boludos somos. Que boludo soy. Que boludo fui. Cien veces boludo. Mil veces boludo. Me acuerdo y me enojo. Viajaría en el tiempo para fajarme. La pelotudez humana no tiene techo.
Y pasó lo que tenía que pasar. Terminó como tenía que terminar. Porque no dependía de nosotros. Porque nunca dependió de nosotros. Ni de los médicos. Ni del dios que te inventaron, al que le rezas todas las noches. Jamás estuvo en nuestras manos cambiar el final.
Pero no todo es negativo. Cuando perdés, aprendés. Y vivir momentos difíciles, malos, tristes… te hace crecer mucho. Yo aprendí mucho y sigo haciéndolo.
En los peores momentos, en las situaciones más críticas, en los días más tristes… ahí aparecen (y se quedan) las personas que realmente te quieren. Y a los que les importas. Y no hablo de aquellos que se acercan ese día, para decirte que lo lamentan, te palmean la espalda y te aseguran que todo va a estar bien. Porque eso es bastante fácil. Un trámite.
Las lágrimas de cocodrilo tienen patas cortas. Muy cortas.
“Cuando tocas fondo, no te queda otra que subir” … sí, puede ser… no estoy seguro. De todas maneras, subir no es fácil. Es un proceso largo y doloroso. Y cada uno lo transcurre a su manera, con sus tiempos, con sus miedos, con sus trabas, con su dolor.
Pero además del trabajo interno, se necesita del apoyo de los que te rodean. Y acá el ser humano “normal” automáticamente piensa en “la familia”. Yo me pregunto: ¿Qué es la familia? ¿Quiénes son? Me animo a afirmar que estas dos preguntas pueden generar tantas respuestas diferentes como la cantidad de personas que las contesten. Yo a lo largo de mi niñez, adolescencia e incluso en la adultez, supe tener una determinada concepción de la palabra “familia” … probablemente la clásica. Pero desde hace 3 años, mi significado de FAMILIA (palabra que me permito utilizar muy pocas veces) fue mutando, cambió muchísimo y sigue en proceso.
“Los amigos son la familia que se elige” … y si, sabes que sí. Parece una boludez, pero no. Desde ese entonces, recibí una cantidad de demostraciones de amor inconmensurables. Muchas más de las que esperaba. Y esas cosas te fortalecen y te obligan a ir para adelante. La persona que se muere, termina su historia física en ese instante. No se puede hacer nada al respecto. Pero su familia no se muere. Su compañero de toda la vida no se murió. Sus hijos no se murieron. Son parte de ella. ¿Es tan difícil de ver? ¿Sólo yo lo veo?
Y de vuelta, no te entra en la cabeza lo que pasó. Y lloras mucho. Y no lo podés creer. Y terminás cayendo en la realidad. Y te enojas. Y volvés a llorar. Y cada día que pasa sentís más la ausencia. Y cada día que pasa, tomás más conciencia de todo lo que significaba, de todo lo que generaba.
Sólo dejó de existir físicamente. Pero no se fue. Está en todo. Está en tu cabeza, en tu corazón. En tu memoria. En tus sueños. En tus sentimientos. En tus pensamientos. En tus ACCIONES.
Era una maestra. Pero no sólo porque daba clases en escuelas. Era maestra porque enseñaba con el ejemplo. Menos palabras y más acciones. Más propaganda por el hecho.
Siempre cuidó a la gente que quería. Amigos y familia. Amigos familia. Familia de amigos.
Lo demás es basura. Basura que te venden para subir a las redes sociales y mostrarle a gente desconocida lo “feliz” que estás siendo en ese preciso momento. Tocuen.
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Nosotras Dos
De toda la gente que dejé de ver en estos últimos tiempos, a vos es a la que más extraño. La ilusión de que pronto volvamos a reunirnos es, desde el comienzo, el único acicate que me incentiva a resistir sin protestar.
Pensar en el abrazo robusto, en la carcajada de reencuentro, en el mate compartido, aunque en realidad, sólo vamos a compartir el termo con agua caliente, porque todo cambió.
Aguanto las ganas de salir corriendo para tu casa y tocar el timbre, de escuchar de nuevo los ladridos graves de Olinda saltando entre tus piernas, las uñas rayando el parqué y tus puteadas para tratar de frenar su euforia. “La semana que viene sería más prudente”, digo cada domingo y demoro el impulso, mientras tanto, disfruto imaginando tus pasos en los escalones y el sonido del llavero, que parece un racimo de glicinas, tintineando entre el bronce de la cerradura y la madera machucada de la puerta.
No quiero llamarte ni mandar mensajes, prefiero caer de sorpresa, darte esa alegría sin que lo sospeches. Si hay algo que aprendí a valorar en esta temporada de encierro es la espontaneidad. Siento que tuvimos que calcular tanto cada movimiento, establecer rutinas estrictas porque en ello podía irnos la vida, obligarnos a replantear hábitos, reeducar costumbres, olvidar el tacto y la cercanía para que todo doliera un poco menos, que llegar sin avisar me parece atrevido, transgresor… maquinar mi aparición inesperada, me provoca una exaltación casi infantil.
De hecho, la vida se comporta siempre de modo espontáneo e irreverente, por qué no imitarla. ¿Acaso nos anuncia las calamidades con las que se descuelga o nos advierte de los espejismos en los que creemos, esos con los que nos mantiene entretenidas mientras conspira contra todos nuestros planes?
Qué ridículas nosotras, ceñidas a proyectos, fantaseando con mundos ideales, pensándonos dueñas de nuestro tiempo. Creo que no me equivoco si le reconozco al aislamiento, el mérito de habernos enseñado a ser más humildes para aceptar que no tenemos nada bajo control, que lo considerado natural bien puede ser absurdo en cuestión de meses y que la normalidad se transforme en algo imposible.
Sin embargo, cada vez que me asalta un soplo de entusiasmo, o recuerdo lo dulce que se paladeaba ser un poco feliz; cuando vuelve a mí ese breve regusto a manjar, a deleite y oigo por dentro el ruido de mi risa, la diversión porque sí nomás, la gracia de esos chistes que solo a nosotras dos nos hacen vibrar en la misma frecuencia gozosa, creo por un segundo que puede repetirse cuantas veces lo queramos.
Y es ahí cuando caigo. Cuando sucede el aterrizaje forzoso y veo con claridad por qué no salgo corriendo a tu encuentro, a hundirme en tus brazos que son amor puro. Qué es lo que me detiene. Entiendo definitivamente. Y aunque la negación sea inmensa, no alcanza a derribar la realidad ni a diluir la idea insoportable de que ya no estés, en este mismo momento, en otra parte tangible ni coexistamos más en un mismo plano.
El miedo me hace cobarde porque sé que el corazón se me va a desmigajar al confirmar tu ausencia.
¿O será al revés?
Será que vos ahora estás aterrada en tu casa.
En este preciso instante, vos permanecés inmóvil, cavilando sentada en una silla del comedor de diario, mirando el jardín con los ojos nublados. Sabés que cuando salgas, vas a emprender una búsqueda estéril. Rememorás, con el afán de no olvidar ninguna línea de diálogo, la última conversación. Releés mil veces cada mail para capturar la esencia de nuestra relación de hermanas. Venerás las bromas y las anécdotas donde habita la complicidad que nos unía. Sos la que aprieta fuerte entre las manos el último regalo y, también, la que respira y se despeina agitando el aire con los abanicos de colores. Y soy yo quien aparece en tus sueños y vos la que escarba el significado oculto y se aferra a ese estrujón entrañable antes de despertar o la que intenta comprender esa expresión onírica cifrada, para esclarecer la pena infinita. Serás, tal vez, la que explora en cada foto vieja, miradas amorosas y ecos del pasado.
Es difícil discernir cuál de las dos acumula toda esta tristeza sobre la estantería que, día tras día, soporta menos el peso y el agobio. Me siento tan confundida, tan cansada.
Ya no lo sé, da igual, porque nunca más habrá un “nosotras dos” y ambas hemos muerto, de alguna manera.
Marina Gómez Alais
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Luz de vela
Carta para el Viento
A veces llueve tristeza. Eso me parece…, a veces. Todos los colores se transforman en grises llorosos con brillos desilusionados por su malhadado destino. Se empañan los cristales; se acortan las distancias del tiempo que uno es capaz de vislumbrar; el futuro pesa el doble o el triple y el camino es una cuesta casi imposible de encarar. Quizá sea el calendario, quizá sea el recuerdo, quizá la ausencia.
Disculpe que comparta este estado de ánimo; creo que a todos nos pasa cuando aún tenemos a flor de piel la ausencia de un amigo o una amiga. ¿Sabe?, es que por ahí viene el tema.
Dicen que la vejez da sabiduría para comprender ciertas cosas; tal vez no sea así en mi caso.
Hay tantas frases hechas, tantos párrafos de excelsos filósofos, escritores y personas de la vida sobre este misterio; sin embargo, ninguna de esas palabras me pertenece, más aún, ni siquiera puedo hacerlas mías. No hay caso, es el corazón quien manda; no le puedo hablar de lógica a las vísceras.
Conversamos tanto con la mujer que amo sobre esta cuestión. Para los creyentes, la fe mitiga un poco el dolor, sólo un poco. Para el agnóstico, mi caso, cuesta entender hacia dónde vamos, si es que nos vamos a algún lugar. El tiempo hace el resto.
Pero está la trascendencia. Esa presencia que nos deja el ausente en nuestra memoria; el recuerdo del eco de su risa; el silencio posterior al punto final de alguna conversación y su voz en el inicio de otra. Su estar permanente. Pero la añoranza se hace vasta cuando ya no hay más presencia. Ahí está el vacío de la ausencia…
Antes de sentarme frente al papel en blanco recordé una pregunta: ¿Sabés si la muerte te miró alguna vez? La verdad, no lo sé, no me di cuenta, no llegué a percibirlo, pero… puede ser que me haya mirado o esté por acariciarme e, inclusive, con intenciones más osadas.
Si así lo hiciera, quisiera que la cuestión sólo fuera entre ella y yo. Seguramente será así, pero los seres queridos inevitablemente se involucran, sufren, les cuesta aceptarlo, a unos más que a otros.
Sin embargo, pensar y sentir que esa persona está en nosotros y no con nosotros nos ayuda a estimar cómo trasciende en nuestros sentimientos, en nuestra memoria según las vivencias compartidas; pues no son las mismas para un padre que para un esposo, una hija, un hermano o un amigo.
A medida que fluyen las palabras aparecen recuerdos de la amiga que se fue. Estoy viendo la sinceridad en la transparencia de sus ojos y la honestidad de sus palabras; se asoma su crítica irrefutable sobre algún acto propio o ajeno; escucho su carcajada contagiosa como corolario reflexivo acerca de ser cada día mejores personas, casi una síntesis perfecta en las enseñanzas de la vida. Siento su caricia del alma haciéndome integrante de sus tesoros humanos.
¡Uy!, está amaneciendo. Ya es tarde o temprano según para quien. Cesó la lluvia y en esos grises tristes aparecen algunas pequeñas gotas con un tinte azulado; allá veo otras con tímidos amarillos; se deja ver el rojo discreto y el verde muestra su esperanza.
Me hubiera gustado entregarle esta carta a Ana, pero se fue hace un año y no sé su dirección; entonces se la doy al viento. Él sabrá qué hacer con ella…
© Hugo Puppo
Para REVISTA BANCARIOS DEL PROVINCIA
Ciudad de Buenos Aires, 20 de septiembre de 2016.